David del Puerto – quien defiende que la música se ofrece a la audiencia para su deleite y que el concierto es un momento, por así decirlo, de comunión, en el que se encuentran el compositor, el intérprete y el público – es uno de los compositores españoles más reputados de la actualidad. El Premio Nacional de Música, otorgado por el Ministerio de Cultura, con el que fue distinguido el año pasado constituyó el justo reconocimiento de una importante trayectoria creativa desarrollada a lo largo de dos décadas. Guitarrista de formación, fue alumno de los compositores Francisco Guerrero y Luis de Pablo en Madrid. Sus obras han sido tocadas en numerosos festivales y temporadas de conciertos de Europa, Estados Unidos, Sudamérica y Japón, siendo muchas de ellas el resultado de encargos de instituciones e intérpretes (Ensemble InterContemporain, Universidad de Wisconsin-Madison, Ministerio de Cultura español, Orquesta Nacional de España, Liceo de Cámara de Madrid, Festival de Granada, Fundación Juan March, Ayuntamiento de Ginebra o Festival Ars Musica de Bruselas, entre otros).
A partir de inicios de la década de los 90, sus obras comenzaron a presentar rasgos peculiares del universo sonoro que fue construyendo a lo largo de los años siguientes. El mismo compositor afirma que Corriente cautiva (1990), Invernal (1991), su primer concierto para oboe (1992) y Visión del errante (1994) son las obras que le llevaron a su progresivo distanciamiento de sus primeras piezas, de corte más experimentalista. A partir de entonces comenzó a trabajar la organización formal de sus obras a partir de elementos reconocibles, abandonando la idea de “material” heredera de la práctica compositiva de la vanguardia de las décadas de 50 y 60. Así, se perfilaron los tres elementos que caracterizan el lenguaje musical de su obra posterior: una concepción polarizada de la armonía y de la melodía; la identidad entre lo horizontal y lo vertical; y, por último, la recuperación del ritmo preciso y memorizable, basado en la pulsación regular y en el uso de proporciones sencillas. Desde el punto de vista de la forma, estos elementos se asociaron inicialmente a una concepción de la estructura que el compositor define con la metáfora de “mosaico” que, a su vez, le condujo hacia estructuras tradicionales (por ejemplo, la chacona, la passacaglia o el rondó) basadas en la fragmentación, la reiteración de elementos y la posibilidad de incorporación de otro nuevos.
La segunda sinfonía de David del Puerto, intitulada "Nusantara", fue estrenada el pasado día 9 de mayo por la ORCAM, bajo la dirección de su titular, José Ramón Encinar (por cierto: en el programa fue también incluida la obertura Inês de Castro, de Viana da Mota). Redacté las notas a ese programa, contando para ello con la ayuda del propio compositor, quien tuvo la amabilidad de señalarme algunos de los aspectos más sobresalientes de la partitura.
La obra está escrita para una orquesta “clásica” y piano solista con la intención de crear una sonoridad leve, transparente y de contornos muy bien definidos. La elección de este formato instrumental es también un “guiño” dedicado a la segunda sinfonía de Bernstein (“The Age of Anxiety”, basada en el poema homónimo de Auden), que otorga un papel preponderante al piano.
La sinfonía nació a sugerencia del pianista indonesio Ananda Sukarlan, un respetado virtuoso de renombre internacional cuyo vasto repertorio abarca música de los últimos tres siglos. David del Puerto admira particularmente su articulación precisa y clarísima, que le hace un excelente intérprete de la música de la primera mitad del siglo XVIII, y se sirvió de estas cualidades como punto de partida para la composición.
El hecho de que la idea surgiera de este pianista también contribuyó a que fueran introducidas referencias a los modos típicos de la música de gamelán, de la que el compositor es un profundo conocedor. Centrada, por lo tanto, en Indonesia (“Nusantara” es un nombre malayo que puede ser traducido como archipiélago y que se suele referir a los países que limitan con India, China y Australia en el Mar del Sur de China), estaba siendo escrita cuando se desencadenó el terremoto del Índico que, en 2004, se cobró más de doscientas mil vidas. David del Puerto introdujo en la obra un lamento dedicado a las víctimas, que es a su vez una reflexión acerca de la ciega, y a veces terrible, fuerza de la naturaleza.
Los cuatro movimientos encadenados que componen la obra presentan sus límites de forma muy definida a través del uso de materiales recurrentes y evidenciando cambios de tempo y de expresión muy marcados. Los movimientos extremos tienen un carácter más concertante, ya que en ellos es mayor el protagonismo del piano solista que incluye la partitura. El primer movimiento (“Mosaico”) es el más extenso de todos. De carácter muy articulado, expone una serie de pequeños elementos que se suceden y se van interrumpiendo los unos a los otros, al mismo tiempo que una melodía en modo mixolidio se hace evidente y acaba unificándolo. “Isla de desolación” es el movimiento en el que son evocadas las víctimas del terremoto del Índico. Aquí, David del Puerto orquesta material retirado de una obra anterior: Epitafio, para cuarteto de cuerda. Después, un breve Interludio (en el que se reexponen elementos del primer movimiento), conduce al último movimiento, concebido como un “finale” de concierto. Intitulado “Samudra” (océano en indonesio), arranca con una larga cadencia para piano solo que es seguidamente retomada por la orquesta. En la sección final, solista y orquesta se reúnen, cerrando la obra con una sección que se caracteriza por su espectacularidad y brillantismo.