Salve Regina, mater misericordiae... Y el público, ¡hala!, llora que llora…
Es increíble el efecto que una ópera puede llegar conseguir en su auditorio, y más aún si tenemos en cuenta las voces que califican Dialogues des carmelites de fantochada nacionalcatólica. No obstante, si fue capaz de hacer saltar alguna lagrimita a una tropa de descreídos apóstatas como la que estábamos no hace mucho en el Teatro Real, habrá algo más, digo yo.
Aparte de la música de Poulenc, que no puedo dejar de adorar (cada uno tiene sus taras, y no en vano también me gusta el funky) hay que reconocer que la puesta en escena multiplicó el impacto ya enorme de la obra. Fiel a sus principios, Carsen vació la escena reduciéndola al recreo simbólico más esquemático y sobrio. La fuerza del color, no tanto del blanco contra el negro sino, sobre todo, el uso de ese gris amenazante por su imposición, recordaba algo del esquematismo aterrador del Dies Irae de Dreyer, aunque, todo sea dicho, sin su hondura metafísica y existencial y, sobre todo, sin su exaltado pesimismo.
A pesar de la lectura ideológica más que sospechosa que realiza Poulenc (la revolución como eliminación de las diferencias naturales y como imposición de un régimen arbitrario basado en la mediocridad) lo cierto es que el patetismo del espectáculo resulta conmovedor y quizá nos debe hacer recordar que algunas de las peores dictaduras de la historia se han hecho en nombre del pueblo (hay algunos que no acabamos de comprender un gobierno como el de Pol Pot o el chino, único en su objetivo de unificar las peores caras de capitalismo, comunismo y feudalismo oriental). Lo cierto es que incluso un apóstata como yo quedó tocado por el dramatismo de un final pese a que ya lo conocía de sobra. Y es que Carsen, en su magníficamente sobrio final, consiguió transmitir todo ese ideal de pureza del mártir frente a la barbarie de la revolución. Vestidas con el más pulcro de los blancos, preparadas para el sacrificio, con una poderosa luz blanca iluminando cada uno de esos pequeños ángeles, frente a un fondo terriblemente gris y frente a los sonidos de la guillotina, el final heló la sangre de casi todos los espectadores. Eso sí, no de todos. Por supuesto, el indocumentado de siempre, el gilipollas del ¡Bravo!, estaba esperando agazapado en la sombra, como siempre. Este eunuco intelectual, que duerme mientras transcurre la ópera y se despierta para gritar ¡bravo!, diez segundos antes de que ésta concluya, ése no. Pero rompefinales aparte, el resultado fue especialmente conmovedor. Igualmente delirante fue el dramático final del primer acto, con un uso excepcional de la iluminación.
La orquesta estuvo en su línea habitual, es decir, en un estado intermedio entre regular y mal, con especial preferencia para no tocar a la vez o para que los metales no dieran las notas que son. Las cantantes estuvieron aceptables, con el añadido de ver a Raina Kabaivanska en un pequeño papel o ver a Patricia Petibon, de cuya página web soy un profundo admirador. López-Cobos regular.
El día 30 es la última función, así que, por favor, que nadie que pueda se lo pierda. Yo la veré por segunda vez.