El artículo ha sido publicado esta semana en Mundo Clásico. Me ha parecido tan interesante, por lo personal de su visión, que no resisto a reproducirlo (con la venia, claro).
Recordando a György Ligeti
Roberto Sierra
Hacia el verano de 1979, cuando me encontraba viviendo en Utrecht, no sabía qué rumbo iba a tomar mi vida: o me quedaba un año más en Holanda (idea que no me apetecía), o regresaba a Puerto Rico, idea que, a pesar de la nostalgia, no me apetecía. Por casualidad encontré un folleto sobre unos cursos de verano que ofrecía el Centre Acanthes de Aix-en-Provence. Anunciaban la participación de György Ligeti, compositor que yo conocía por referencia de grabaciones, o por haber escuchado algunas de sus obras durante mis estudios en Londres. Decidí asistir al curso, y una tarde, después de una de sus conferencias, Ligeti pidió a los participantes que le sometieran obras para él comentar sobre ellas. Después de haber examinado mi primer Cuarteto para cuerdas, Ligeti me pregunta: “¿Qué planes tiene para el año entrante?” Yo le contesté que no tenía nada pensado en particular, a lo cual él inmediatamente respondió: “¿Por qué no viene a Hamburgo a estudiar conmigo?” Este fue el comienzo de una relación que duró varias décadas, primero como alumno (1979-82) y que luego pasó a ser de amistad.
Roberto Sierra
Hacia el verano de 1979, cuando me encontraba viviendo en Utrecht, no sabía qué rumbo iba a tomar mi vida: o me quedaba un año más en Holanda (idea que no me apetecía), o regresaba a Puerto Rico, idea que, a pesar de la nostalgia, no me apetecía. Por casualidad encontré un folleto sobre unos cursos de verano que ofrecía el Centre Acanthes de Aix-en-Provence. Anunciaban la participación de György Ligeti, compositor que yo conocía por referencia de grabaciones, o por haber escuchado algunas de sus obras durante mis estudios en Londres. Decidí asistir al curso, y una tarde, después de una de sus conferencias, Ligeti pidió a los participantes que le sometieran obras para él comentar sobre ellas. Después de haber examinado mi primer Cuarteto para cuerdas, Ligeti me pregunta: “¿Qué planes tiene para el año entrante?” Yo le contesté que no tenía nada pensado en particular, a lo cual él inmediatamente respondió: “¿Por qué no viene a Hamburgo a estudiar conmigo?” Este fue el comienzo de una relación que duró varias décadas, primero como alumno (1979-82) y que luego pasó a ser de amistad.
Una de las preguntas que comúnmente se me hace es: ¿cómo fue Ligeti como maestro de composición? Se me hace siempre difícil contestar de forma concreta esta pregunta, ya que no puedo decir nada específico que satisfaga como respuesta. Sencillamente no había un método, y, sobre todo Ligeti muy raras veces hablaba de sus obras o discutía su forma de componer. Las clases en aquel tiempo eran los martes en su departamento de Hamburgo, y los alumnos comenzábamos a llegar a eso de las 2 PM. Cuando alguien tenía algo que mostrar se discutía, y todos aportábamos comentarios. A Ligeti raras veces le gustaba algo de lo que los alumnos hacían. Era muy severo en sus observaciones, como si nos estuviese recordando que al final de la jornada cualquier compás que se componga será puesto en oposición no resècto a la obra del colega que teníamos sentado al lado, sino a la luz de los Preludios y Fugas de Bach, los Lieder de Schubert o la gran obra pianística de Chopin y Schumann. Aquí fue donde de manera abstracta estaba la gran lección, en no conformarse con lo primero que le viene a uno a la cabeza, sino con aspirar a lo inalcanzable.
Este criterio de crítica feroz y absoluta, Ligeti lo asumía respecto a su propia obra. Nunca olvido cuando una tarde, años después de mis estudios en Hamburgo, le voy a visitar a su departamento y veo sobre su piano la partitura manuscrito del Concierto para violín y orquesta, obra que ya había sido estrenada. Le pregunto sobre la partitura, y él me comenta que estaba rescribiendo el primer movimiento. La razón expresada fue que sencillamente la primera versión no tenía la calidad que él se exigía a sí mismo. Este fue un hombre que continuamente andaba en búsqueda de ese ideal platónico de la obra perfecta. Igualmente vivía obsesionado por su fobia de repetirse a sí mismo, persiguiendo siempre el nirvana de aquella música que nunca antes se había compuesto o escuchado.
Insaciable curiosidad es otra de las características que recuerdo de su persona. Durante las lecciones de composición, no solo se discutían las obras de los alumnos, sino que además todo tema de actualidad, ya sea de carácter musical, literario, social, científico y hasta político pasaba a ser parte de nuestras discusiones. En el momento en que yo llego a Hamburgo, Ligeti se hallaba en estado de crisis y con bloqueo de inspiración. Depués de haber compuesto la primera versión de Le Grand Macabre y sus Tres piezas para dos pianos (con aquellas pequeñas miniaturas para clavecín -Hungarian Rock y Passacaglia Ungarese- a las que el propio Ligeti llamaba “pastiche”) no sabía qué dirección tomar. El temía que el rumbo que mucha de la música que se escribía hacia el final de la década de los ´70 y de los ´80 era poco interesante y reflejaba de cierta forma los viejos criterios de una vanguardia que él consideraba bancarrota. Fue entonces cuando descubre la música de Nancarrow, y cuando yo le introduzco a la música caribeña y de algunas regiones de África. Estas nuevas influencias le proporcionan un nuevo impulso, evidente en las primeras obras de la década del ´80. El uso del piano en el primer Estudio refleja la manera percusiva del piano a la usanza de la salsa afro caribeña, así como el Concierto para piano es reflejo del estudio de la polifonía rítmica africana. Todas estas influencias lo renuevan y se filtran a través de su singular lenguaje. Recién compuesto su Trío para trompa, violín y piano, él se sienta al piano para tocar los primeros compases del segundo movimiento, y muy orgulloso me pregunta si me parecía de aire caribeño; a pesar del evidente pulso que alude al ritmo de clave, yo le contesté: “me suena más bien búlgaro”, a lo cual siguieron sus carcajadas.
Le vi la última vez en Hamburgo (hacia finales de los ´90), muy deteriorado, envejecido y un tanto deprimido. En un sentido para mi fue un placer memorable, ya que al dejarle escuchar mis Piezas Imaginarias para piano solo, él me hizo un gran elogio. Antes de comenzar a escuchar la obra él me advierte que no iba a comentar, quizás pensando que ya no siendo estudiante no quería ofenderme con sus agudos comentarios. Yo le respondí que me parecía bien. Para mi sorpresa, al terminar la obra desde su butaca se torna hacia mí y me dice: “Estas piezas son gran música, en la mejor tradición pianística occidental”. A mi los elogios muchas veces me resultan vanos y vacíos, pero viniendo de este gran hombre, tuvo un gran significado. Durante las varias horas que estuvimos conversando, hablamos sobre el pasado, su vi vida y el futuro. El comentó de manera pesimista sobre el futuro de la cultura musical y el poco valor que la sociedad le da a la música de concierto, resumiendo su sentir con la siguiente frase: “ Roberto, a nadie le interesa lo que nosotros hacemos como compositores”. Un poco chocante, viniendo esta expresión de un hombre en el pináculo de fama. Al correr de años pienso que quizás el tenía razón, pero igualmente pienso que precisamente son obras como las de Ligeti, las que presentan una posible solución a este dilema. Por su atractiva textura, su fuerza estructural y su visceral expresión, esta música atrae y rescata al público, conectándose con el oyente de forma directa y esencial a través de las emociones.
En mi memoria Ligeti vivirá como gran compositor de orden mítico y como un recuerdo de una persona que conocí en la intimidad de la amistad.