¿Es posible prever lo que será la música de mañana?
La mejor respuesta a la pregunta nos será dada por las obras que tendrán el poder de ser modelos. Profetizar, o querer instruir al futuro, es perjudicial, en el sentido de que el hecho consumado aparece siempre de manera diferente a las previsiones hechas a partir del examen estético.
Lo que han producido los tres creadores del movimiento musical moderno, Berlioz, Liszt y Wagner, no me parece que se haya reconocido en su significación real. Las principales obras de Berlioz y Liszt son todavía mal comprendidas, y es necesario no perder de vista que la popularidad asombrosa de Wagner no se ha alcanzado gracias a su grandeza, sino a una cualidad propia de su música y por las concesiones que ha debido hacer, tal como ostros maestros, al efecto sensual. Escuchando sus melodías se palpita. Es necesario pues buscar el punto donde ha encontrado la oreja de la masa, incluso de la Moda, y es ese punto el que ha servido de punto de referencia a los compositores “modernos”. El enorme progreso de los medios de comunicación con sus ruidos enervantes, la necesidad de un trabajo rápido, casi jadeante, para poder mantenerse al mismo nivel que los otros, la manera malsana de vivir que implica, juntamente con otras particularidades de nuestra existencia actual son la causa de que una buena parte del público no se contente con distracciones inocentes, de elevación y entusiasmo, sino que pida la excitación de los nervios que, como el opio, produce una exaltación momentánea de las sensaciones que determina, seguidamente, un abatimiento más seguro. Si esta excitación nerviosa es a menudo producida por la música de Wagner, es en las obras más recientes lo único que actúa. Las obras de nuestros compositores modernos son embriagadoras, sosegadoras, embaladoras o brutales, casi jamás puras y bellas, y, no obstante, siempre sorprendentes, ya que nuestro público actual aprecia esa sensación, y sólo considera “originales” las obras que son “diferentes” de lo que ha escuchado con anterioridad. Lo que ha ganado así es un progreso extraordinario de la orquestación, que acompaña el perfeccionamiento de las invenciones técnicas. Al contrario, lo que ha perdido, es la arquitectura espléndida y moderada de las obras de los maestros antiguos que, incluso en la obra menos importante de Mozart, brilla ante nuestros ojos con un esplendor parecido al de las ruinas de un templo griego o de una obra maestra del Renacimiento. Con esto también se ha reducido el sentimiento de que las obras más antiguas, necesariamente, han salido del cerebro de sus creadores de una sola pieza, sin ser el fruto del trabajo. Mientras que los ruidos impresionistas de nuestra música de programa moderna podrían a menudo ser presentados de otra manera produciendo el mismo efecto y que, en suma, tal como en los rascacielos americanos, todo depende del número de pisos, de la misma manera aquí todo depende de la cantidad de rascadores de tubas y de sopladores de trompetas.
Lo que, en fin (y esto es lo más doloroso), se ha perdido en esta concesión, tanto consciente como inconsciente, al gusto moderno, es la nobleza de la distinción de las sensaciones, sin la cual la verdadera grandeza no existe. Si me permiten darle un consejo a los jóvenes compositores, es el momento de sacar la cabeza del amasijo de principios y de disertaciones artísticas amasados a través de la acumulación de opiniones, de dejar de lado durante algunos años los escritos de Wagner, de estudiar a fondo las obras de los maestros antiguos, de mirar sobre todo la vida de frente, y, sobre los trazos que dejan en el alma sus alegrías y sus dolores, hacer que nazcan las flores artísticas…