5/17/2008

El estreno de Death in Venice


Foto de Antoni Bofill, retirada del site del Liceu.

¿Cómo será la experiencia de escuchar la música de Death in Venice en Snape Maltings, la sala donde tuvo lugar su primera audición? Revestida de madera y ladrillo, y más pequeña que el Liceu, puedo suponer que devuelve una imagen sonora más rica, poniendo en relieve la instrumentación, camerística y ascética, de la obra. Pueden quedarse tranquilos, no me he convertido en una fanática de la interpretación históricamente informada. Sólo intentaba explicarme la impresión con la que salí ayer del teatro.

Anoche, a pesar de la empeñada dirección musical de Sebastian Weigle, me pareció que parte del refinamiento y del efecto dramático de la partitura quedó un tanto neutralizado por la ausencia de brillo y densidad del coro y la orquesta. También me pareció que se perdió parte del colorido del inglés, que de forma magistral Britten exploró en su obra. Hans Schöpflin, en el papel de Aschenbach, se deja la piel en el escenario y tiene una voz perfecta para representarlo (maleable y expresiva, con una técnica segura que le permite aguantar un monólogo que se prolonga durante dos actos), pero la fonética del alemán le traiciona (por su parte, Scott Hendricks, en el complejo multi-papel que Britten destinó al barítono, y Carlos Mena, la voz de Apolo, estuvieron estupendos).

En la excelente puesta en escena de Willy Decker, el intelectual Aschenbach deambula durante los dos actos, inmerso en su impotencia y sufriendo la invasión de la irritante realidad en su ensueño. Como vi hace poco, en Amsterdam, su versión de Katia Kabanova, disfruté comparando ambas y apreciando la forma como trabaja un vocabulario escénico que le es propio, evidente, por ejemplo, en la abstracta, múltipla y siempre enriquecidora y pertinente compartimentación del espacio escénico, el (amenazante) movimiento de los grupos (coro, bailarines, personajes secundarios o figurantes) en torno al protagonista... Obviamente, parte del éxito se debió igualmente a su equipo, el mismo que le apoyó en la ópera de Janácek (la ficha técnica del Liceu está aquí).

Death in Venice propone una ambigua reflexión en torno al concepto de belleza - encarnada en Tadzio y apropiadamente escenificada por Venecia - que, para Britten, estaba inherentemente ensombrecido por la crueldad y tintado de tragedia. De esta "evil opera" - así la describió Peter Pears - que es, además, el testamento artístico de Britten no se pueden esperar concesiones, ni una experiencia leve y agradable. Su estreno en España ha supuesto otro triunfo para el Liceu. Incluso con las limitaciones que he empezado señalando, el espectáclo recreó el imperioso efecto que las obras de Britten imponen sobre el espectador: la mejor prueba de que consiguió tocarme es que hoy me he visto en la necesidad de escribir sobre él en el blog.