1/11/2005

L’Upupa, de Hans Werner Henze, en Madrid

La última obra operística de Hans Werner Henze (n. 1926) estrenada este mes en el Teatro Real es una prueba de la fertilidad del teatro musical cuando sale fuera de los caminos trillados por lo políticamente correcto. Para quienes no tienen dudas acerca del sonriente futuro que tiene la ópera (y Henze es uno de los ellos), “L’Upupa” les puede servir como el mejor de los argumentos. Nada más lejos de esta obra que la moda, al contrario se trata de una de esas piezas que aspiran a la intemporalidad abordando la propia esencia humana a través de una fábula que, por su sutileza, parece estar siempre a punto de evaporarse cuando se intenta analizarla. De origen oriental y transformada en una “comedia alemana” por el compositor, que también asumió el papel de libretista, la obra tiene una estructura de once episodios encadenados, centrados en la idea de la búsqueda.

El Gran Visir de Manda ha perdido a su abubilla – el bello pájaro que era su felicidad – porque, al intentar atraparlo con sus manos, huyó herido. Sus tres hijos se lanzan en su busca, aunque sólo el tercero, Al Kasim, se empeña realmente en esa tarea, mientras sus hermanos prefieren gozar del alcohol y de las cartas. En su viaje, Al Kasim, que cuenta con la ayuda de su Demonio, encuentra el amor y consigue superar con éxito sucesivas pruebas, que acaban prolongándose más allá del final de la propia obra. El libreto de la obra encanta, sin embargo, por su sencillez y se complementa con una prodigiosa parte orquestal, que hasta podría ser escuchada de forma independiente. La delicadeza poética del libreto y de la parte vocal, por un lado, y la asombrosa imaginación orquestal que se muestra en la partitura, por otro, fueron los dos primeros factores que concurrieron al éxito de la obra.

Pero es que, además, la puesta en escena, los cantantes y la dirección musical contribuyeron, en igual medida, para ese triunfo. El montaje que hemos visto en Madrid se estrenó en el Festival de Salzburgo en agosto de 2003. Se trata de una coproducción del referido festival, del Teatro Real y de la Deutsche Oper Berlin que prueba lo acertado de este tipo de fórmulas de colaboración entre varios teatros. Concebida por Dieter Dorn, la puesta en escena es, como decíamos, uno de los pilares en los que se fundamentó el atractivo de esta representación. Dando entrada y al mismo tiempo enmarcando el escenario, circular y en contrapicado, nos encontramos con un arco de perfil “oriental” con una pequeña torre en el centro donde vive el Gran Visir, padre de Al Kasim. Tanto en la iluminación (Tobias Löffler), como en la bella escenografía y los vistosos figurines (Jürgen Rose) el espectáculo consiguió la nota máxima. En conjunto, se hizo gala de imaginación y de eficacia dramática, sin exhibiciones inútiles y traduciendo visualmente con sutileza el ambiente poético de la obra.

Los nombres de John Mark Ainsley, Matthias Goerne y Ofelia Sala hubieran sido motivo suficiente para justificar el interés por este montaje. Los tres brillaron por su entrega a sus respectivos papeles y por su sometimiento a las necesidades dramáticas impuestas por la obra. John Mark Ainsley, en particular, fue un Demonio asombroso tanto en lo vocal como en lo teatral, demostrando un dominio absoluto de su cuerpo como instrumento dramático. Un excelente trabajo de conjunto pautó las actuaciones de estos tres cantantes, que estuvieron muy bien arropados por el resto del reparto, sin duda irreprensible, aunque merezcan una especial mención las actuaciones de Axel Köhler y, sobre todo, de Hanna Schwarz.

Por último, Paul Daniel, un magnífico director de origen británico que empieza a destacarse en el panorama operístico internacional, sacó todo el partido de la partitura, así como de la Orquesta Sinfónica de Madrid, en muy buena forma. Hubo muchos momentos absolutamente mágicos en la lectura de Daniel, quien sacó todo el partido a la transparente instrumentación de la obra. La correcta parte electrónica también se sujetó de forma ejemplar a la historia. Pueden identificarse, por ejemplo, ecos de Alban Berg en la obra, pero lo que es en realidad extraordinario en la parte orquestal es cómo Henze nos engaña, dejándonos suspendidos en el fluir luminoso de diversas sonoridades que, no obstante, se estructura de una forma robusta desde el punto de vista rítmico. Se podría decir que la voz del compositor se encontraba en la partitura orquestal.

Me doy cuenta de que he utilizado recurrentemente a lo largo de esta crónica varias expresiones que insisten en las ideas de sutileza, de transparencia y de inefabilidad. No es ajeno a esto el hecho de la admiración que siento hacia las personalidades artísticas que, tal como Henze, buscan su propio camino y que – a lo mejor, tal como Al Kasim – hacen, a veces sin querer, de esa tarea el propósito principal de su existencia. Nada más impropio de este tipo de creadores que caer en la tentación de lo acabado y evidente. La historia de la abubilla perdida puede parecer pueril, pero lo cierto es que esta fábula nos colocó con amabilidad ante cosas esenciales: el amor, la amistad, y también la ambición y la maldad. También estoy segura de que una buena parte del numeroso público que asistió a esta representación – la mayor parte de las localidades del Teatro Real estaba ocupada – tardará mucho tiempo en olvidarse de la sensación de calma crepuscular con el que nos envolvió la conclusión la obra.

16-XII-2004, Madrid, Teatro real, L’Upupa und der Triumph der Sohnesliebe, de Hans Werner Henze. Intérpetes: John Mark Ainsley (El Demonio), Alfred Muff (El Anciano), Hanna Schwarz (Malik), Günther Missenhardt (Dijab), Matthias Goerne (Al Kasim), antón Scharinger (Gharib), Axel Köhler (Adschib), Ofelia Sala (Badi’at), Coro y Orquesta Titular del Teatro Real, Dieter Don (director de escena), Paul Daniel (director musical)

Crítica publicada en mundoclasico.com

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