En 1991, Pierre Boulez ganó la batalla que, durante tres años, le enfrentó a Michael Schneider, el Director de Música del Ministerio de Cultura Francés nombrado en 1989 por Jack Lang. En el núcleo del conflicto estaba, por supuesto, el IRCAM. Schneider se batió por disociar la idea de investigación musical de la composición, ampliándola a un amplio abanico de actividades relacionadas con la música y vaciando, en consecuencia, de sentido la misión iniciada por el instituto fundado por Boulez.
Dos años después, Schneider publicó en Le Seuil La Comédie de la Culture, donde defendía, de forma entusiasta y también convincente, los principios sobre los que se basó su política durante los tres años en los que estuvo al frente de la administración, por parte del Estado, de los asuntos musicales en Francia. El punto de partida de Schneider es que la primera obligación del Estado es «producir» públicos – y no espectáculos – financiando las «condiciones de acceso a las obras», con la justificación de que « debe hacer aquello que sólo él puede hacer, y que ni el resto de las colectividades, ni el mecenazgo ni el mercado pueden hacer.» Critica la idea de que el Estado no debe “administrar”, la cultura, sino limitarse a incentivar la demanda invirtiendo en educación y reglamentación, facilitando el acceso a las obras y compensando las desigualdades. Sin embargo, en paralelo, arremete contra la equiparación del concepto antropológico de «cultura» con su sentido estético, o sea, la cultura entendida como las obras «del arte y del espíritu» que tienden hacia lo «bello».
Schneider basó sus decisiones en un informe realizado por el sociólogo Pierre-Michel Menger, que fue concluido en 1988. Menger había publicado en 1983 el estudio intitulado Le paradoxe du musicien. Le compositeur, le mélomane et l’État dans la société contemporaine (reeditado por L’Harmattan en 2001), en donde analiza particularmente los conciertos del Domaine Musicale y del Ensemble InterContemporaine, ambos creados por Boulez.
La posición expuesta en los trabajos de Menger es muy crítica hacia al minoritarismo y el esoterismo de la «música contemporánea» en aquella época, responsabiliza en gran medida a los compositores y critica la política voluntarista del Estado – concretada en el apoyo personal a Boulez – que pretendía corregir un problema, a su modo de ver, falso: «¿Cómo incentivar la demanda [de música contemporánea]? Esta cuestión domina presentemente la reflexión sobre la administración pública de la creación, en donde la reglamentación y el desarrollo de las ayudas directas a los creadores han mejorado, aunque sea poco, su condición. Pero es que, planteado de esa manera, el problema anula cualquier interrogación acerca de la responsabilidad de los creadores en el alejamiento del público [...]». Por supuesto, entre los datos que manejaba estaba el presupuesto del Ensemble InterContemporaine, en 1980 10 veces superiores a cualquier otro agrupamiento especializado en música contemporánea.
En 1995 fue publicado por la University of Califormia Press otro trabajo intitulado Rationalizing Culture: IRCAM, Boulez, and the Institutionalization of the Musical Avant-Garde, de la autoría de Georgina Born. A la mirada sociológica de Menger le sucedió una mirada etnográfica, que transformó el IRCAM en un objeto de estudio privilegiado para el desarrollo de una antropología que incide en el análisis de las «instituciones occidentales dominantes y sus sistemas culturales» y, al mismo tiempo, situa el instituto en el centro del conflicto entre modernismo y post-modernismo. Independientemente del tono provocativo, de su perspectiva marcadamente anglosajona y de la utilización profusa de fuentes anónimas, lo cierto es que la mayor parte de sus interpretaciones del IRCAM como estructura fuertemente jerarquizada y alérgica a la diferencia, por un lado, y, por otro, como instancia legitimadora del modernismo musical – racionalista, opuesto a la música comercial y fundamentado en la idea de progreso – son convincentes. Ni siquiera la aparente «perestroika» puesta en marcha a inicios de los 90 – coincidiendo, evidentemente, con el conflicto entre Boulez y Schneider que se convirtió en un caso de discusión nacional en Francia – alteró de forma notable esa orientación, que se mantiene hasta nuestros días.
En su estudio Politiques de la musique contemporaine. Le compositeur, la «recherche musicale» et l’Etat en France de 1958 à 1991, editado por L’Harmattan en 1997, Anne Veitl explica los ejes principales sobre los cuales se desarrolló la intervención del Estado francés en materia musical, culminando precisamente con el análisis del episodio con el que he iniciado este texto. No comparte, sin embargo, la virulencia de la crítica de Menger hacia las consecuencias de la financiación, por parte del Estado, de la investigación musical, centrándose en el nuevo tipo de relación establecido entre el Estado y los compositores a partir de la adopción del concepto de investigación musical como sinónimo de composición. Su visión es, por lo tanto, más optimista y se fija sobre todo en el entendimiento de los cambios derivados de esa adopción como valores en sí mismos positivos.
Pierre Boulez, como decía al inicio, ganó. No obstante, la introducción sin complejos de la categoría «mercado» en el análisis de la creación musical (véase el capítulo «Enjeux Économiques», de Bernard Bovier-Lapierre, incluido en el Rapport Risset sobre Arte, ciencia y tecnología, de 1998, encargado por el Ministerio de Educación francés) y, después, de la idea de «territorio» (cambio de orientación que se evidencia en el informe L’Éducation aux arts e à la culture, de 2003), a la que se asocia, desde no hace mucho, una importancia otorgada a las «músicas actuales» (jazz, música tradicional, música amplificada y canción) son indicios de los cambios de perspectiva que están alterando la propia idea de la música en el ámbito de la política cultural francesa.